lunes, 1 de julio de 2013

Las perras son mágicas


Esta fue la frase que, literalmente, terminó con mi angustia de abuela primeriza de cachorros chihuahua. Eduardo Gazol, el veterinario de Neneya, las pronunció ante mi nerviosismo por la cercanía del día del parto. “Las perras son mágicas”, dijo, y me explicó con lujo de detalle cómo estos animalitos se preparan, escogen el mejor momento para parir y lo único que hay que hacer es acompañarlas y ser testigos de la maravilla de la vida. A continuación me dio todos los consejos habidos y por haber y respondió todas mis puntuales y curiosas dudas.
Con sus ojos claros y serenos, me fue quitando de a poco la ansiedad y me ayudó a quedarme tranquila y a transmitirle esa sensación a Neneya. Sus tres cachorros y ella iban a necesitarla.

Afortunada casualidad
Neneya llegó a mi vida el verano pasado, en custodia temporal y con una promesa de regreso a su casa original que una y otra vez incumplimos. La adopté en el sentido más estricto de la palabra. Y ella me adoptó a mí. Pronto nos acoplamos una a los tiempos de la otra y empezamos a entender nuestros estados de ánimo, nuestros deseos, nuestros gustos. La familia y amigos se sorprendían de que, a las pocas semanas de tenerla en casa, sabía exactamente qué quería decirme con qué tipo de brinco o ladrido. A ellos les parecían todos iguales, naturalmente.



Se volvió mi mejor compañera de noches largas; venía a la cama donde leía o a la mesa donde bebía y buscaba mis piernas como si algo de su presencia pudiera reparar mis noches - que a veces eran penas, a veces insomnio, a veces ninguna de ellas- y lo lograba con facilidad. Empecé a contarle a Neneya mis secretos y a procurarle la mayor estabilidad que mi vida de joven soltera y viajera por el trabajo me permitía. Volvía a casa al mediodía para comer con ella, movía mis citas en la noche para hacer un espacio para pasear, adaptaba mis carreras y kilómetros para que pudiéramos salir a caminar o correr juntas.

Las cuentas
Hacia mediados de abril tuve que salir de la ciudad varios días, por trabajo. Neneya no podía quedarse sola tanto tiempo en casa sin supervisión, sin compañía, así que decidí dejarla encargada en casa de mi madre un par de semanas. Cuando volví a recogerla, mi madre me habló casi con solemnidad, como si estuviera hablándome sobre mi hija adolescente: “te voy a entregar malas cuentas”.
Y las cuentas las comencé yo. 19 de abril, y contaba. Las dos semanas siguientes el comportamiento de la perra cambió totalmente: dejó de comer, se mostraba muy quieta y errática; no sabía si quería beber o dormir, salir a correr o quedarse echada; el baño se volvió una especie de suplicio al que de ninguna manera quería ser condenada. Pero el signo más revelador de su preñez era lo extremadamente cariñosa que se había puesto: parecía que la vida le iba en estar en mi regazo gastando horas mirándome hacer.



Hacia la mitad de la gestación volvió a la normalidad. Estaba cariñosa, pero no en exceso. Volvió a comer copiosamente y regresó ese modo desenfadado de disfrutar las caminatas largas, los días de sol, los paseos breves.
Nadie puede apurar a la vida, ni al amor, ni a la suerte. Se llegan, suceden cuando tienen que suceder y estallan en colores luminosos. El día 65 había llegado. Desde antes, semanas antes, Neneya empezó a hacer su nido. Se metía largas horas en su paridera y rascaba, jalaba, olía la colchoneta que la cobijaba. Nos preparamos con control médico y las previsiones necesarias en casa para el gran día.

La gran lección
Esa noche me miró con una expresión tal que supe: había llegado la hora. Me quedé cerca de ella y en minutos comenzó a expulsar un líquido blanquecino por la vulva. Después de un chillido fuerte, el primer cachorro salió, de un tiro. Todo lo que sucedió después fue una gran lección. Neneya parió, limpió, lamió, cortó, cuidó y procuró a sus cachorros como si le fuera la vida en ello.
Cada uno de los Neneyitos tardó entre 40 y 50 minutos en asomar la cabeza, salir y ser escrupulosamente limpiado por la madre, quien no descuidó ni el más mínimo detalle. Habían nacido dos pequeños negritos como frijol y un pintito pequeñín, había pesado 80 gramos, la mitad que el más pequeño de sus hermanos.
Mi madre y yo nos separamos unos 15, 20 minutos de ella para darle espacio y cenar algo. Cuando volví a asomarme, no eran tres, sino cuatro hermosos cachorros chihuahua.
Esa noche no dormí. Entre la emoción del nacimiento, los nuevos inquilinos en la casa, los whatsapps anunciando y dando seguimiento a la noticia y el no saber exactamente qué hacer, pasé las horas. Cuando me di cuenta, el sol despuntaba en mi ventana. Neneya se veía cansada pero estaba bien y los cachorros no hacían nada más que dormir y buscar el calor de la madre. Fue una noche larga, difícil, con muchas inquietudes y sobresaltos para el corazón.


Una baja y cero horas de sueño
La segunda noche fue peor. Hacia las 9 de la noche me alarmó la condición del pequeñín. Durante el día, no supe con seguridad si había estado comiendo, pero se veía  más delgado, desmejorado. Llamé al veterinario que hacía la guardia y me explicó que había que actuar o quizá no pasaba la noche. Había dos opciones: la primera, comprarle la fórmula e intentar amamantarlo con una jeringa y la segunda, llevárselo a hospitalización para que él hiciera lo propio y, en caso de que no reaccionara, ponerle una sonda para alimentarlo. Las probabilidades eran 50-50. Pensé de pronto en ese pequeñito muriendo solo en una cama de metal y en su cuerpo regresando a mí en una bolsa negra con un "disculpe usted, hicimos lo que pudimos" y decidí procurar al cachorro cerca de su madre y los pequeños hermanos.
Amanecimos con una baja y cero horas de sueño. El pequeñín luchó hasta el final y suspiró por última vez en el cobijo de mi casa, de su nidito bien dispuesto y el calor de la camada, rodeado por las patitas de su madre que no lo descuidó un minuto.

Días felices
Los demás días han sido felices. Descubrí, por andar de curiosita, que los tres cachorros son hembras. Las bichitas –como las llamamos de cariño- están creciendo cada día. Duermen y maman, maman y duermen. Escogí nombres felices: Estrellita, la que tiene una manchita en la frente, que parece una estrella; Patita, la que es negrita por todos lados menos en la patita derecha, que es blanca; y la Frijolina, que es negrita como su papá.



Tienen una semana de nacidas y aunque me dicen que no hay que cantar victoria, me siento muy feliz de llegar a casa y verlas encimadas, juntas, creciendo, panzonas. Me salta el corazón de escucharlas chillar en medio de la noche y levantarme para asegurarme que está todo bien. Lo mejor de todo ha sido observar la vuelta a la normalidad de Neneya. Sin descuidar a las pequeñas, regresó su ánimo y actitud demandante hacia los paseos; regresó a ser un brincolín ambulante y quedó flaquita, flaquita, como antes de empezar las cuentas. Es la misma perrita cariñosa, curiosa, inquieta: mi compañera.

Eduardo Gazol tenía razón: las perras son mágicas. Son mágicas para parir y para criar pero sobre todo para dar lecciones de instinto, de lealtad y de perfecta armonía con la naturaleza. Lo supe siempre pero nunca lo expresé con esa claridad, con esa contundencia. Las perras son mágicas y Neneya es mágica, también.

2 comentarios:

  1. Yo tengo un chihuahua.. por cierto se llama Frijol.. ya sabras de por que el nombre. Felicidades por tus Perrogenitos :)"Abuela Perruna"
    Beso y Abrazo!

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  2. Qué bonito escribes, me encantó la historia de Neneye. Que bellas nietas.

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