Y guardo entre
mi ramo de azahar
mil cosas de
chiquilla
las horas que
pasé junto a ti
sentada en tus
rodillas
Uno
En agosto de hace dos años viajé a DF para un
encuentro que se volvió súbitamente parte de mi búsqueda. Enrique Alfaro me
había obsequiado con su novela Telemaquia,
en mayo de ese mismo año. Llegó a mis manos inopinadamente y estuvo un par de
semanas en mi pila de libros por leer, para convertirse después en una de esas
cosas que refrendan las creencias de los jóvenes en un orden universal.
Aquel día, 10 de agosto, mucho antes de la hora
señalada estuve ahí, puntual. Para mi sorpresa, el centro Xavier Villaurrutia
reservó un muy pequeño salón, con unas diez, quizá 15 sillas, para la presentación
del libro.
Lectora joven
sin mayores pretensiones que el disfrute, asumí que la novela me había rebasado
desde la página 15 y me emocioné al grado religioso de saber que Enrique me la
había entregado en las manos y esperé todavía unas dos o tres semanas para abrir
el tesoro que me esperaba: una ruta para buscar los trazos del mapa que me
conduciría a mi padre semi ausente y recientemente muerto. Incrédula, yo.
Y ahí
estaba, con el salón pequeño, casi vacío, sorprendida porque en mi ingenuidad,
estimé que todo el centro Villaurrutia debía estar lleno de telémacos amorosos,
llenos de ilusiones, de odios, de esperanzas, ansiosos de buscar, de encontrar.
Pero no era así.
Después de unos minutos, Telémaco hizo su magia. De la
nada y de todas partes, comenzaron a llegar los aventureros. Ulises se hubiera
sorprendido de ver la fuerza y el poder de convocatoria de su hijo, quien lleno
de valor y satisfacción, colmó también la sala de aquel centro, antes vacía.
Agregaron una hilera de sillas más, dos, tres… cuando
miré hacia atrás, no podía contar a los que llegaron. Es verdad que no eran
cientos pero entonces tuve la certeza de que habían llegado los que tenían el
deber de llegar. Y pensé, para mis ingenuos adentros que no era sólo mi
impresión, sino que la búsqueda del padre nos convocaba a todos, de diferentes
maneras, con diferentes orígenes y destinos.
Dos
Tengo entendido que la gente no mira arriba cuando
sube las escaleras ni cuando camina por las calles ni cuando pasea en los
centros históricos. Por eso no me sorprendió encontrarlo antes de tenerlo
enfrente. Lo miré al subir con mis ojos curiosos de siempre. Subí las escaleras
a la carrera, con mis botas todo terreno
y mis jeans ajustados y mi playera de
Welcome to Vegas, para encontrarlo
perfectamente trajeado, con los cabellos bien peinados, encorbatado y muy
serio, a las grandes charlas, frente a su presentador.
Ya sabía
que se trataba de un caballero casi inglés como Paul Stephenson, por eso no me
sorprendió que se levantara casi ceremonioso de su asiento y me saludara tan cortésmente.
Pero además de eso, fue cálido y cercano e incluso me agradeció haber asistido.
Sí,
claro que quería verle, por supuesto que quería acompañarle, sin duda las
presentaciones de libros son de mis eventos sociales favoritos (nunca dicho sin
sorna)… pero si a todo ello, agregaba la motivación del momento que atravesaba
–o me atravesaba mí– la que debía agradecer era yo. Y le agradecí otra vez.
Tres
Terminé de leer la novela casi al final del mes de
junio. Con estas palabras, le contaba a Enrique Alfaro por correo electrónico,
mis sentimientos sobre la lectura:
“Cuando llegué a Telemaquia, no sabía a lo que me
enfrentaba… Me encontré con Paul con gran asombro, como un hombre en búsqueda
del padre ausente y que vive también, de la mano de esa búsqueda, el proceso de
separación a que la muerte nos obliga.
Todos los hijos –los de padre ausente, los de padre
semi presente y los de padre presente– emprendemos esa búsqueda, de una u otra
manera. O al menos eso creo. Yo emprendí esa búsqueda, de mi padre semi
presente, a tiempo. O al menos eso creo. Para el día que lo desahuciaron,
nosotros habíamos hecho las paces. Y las habíamos hecho mucho tiempo atrás. Por
eso fue, también, que pude/puedo mantenerme tan serena ante su partida, a
diferencia de otras personas cercanas a él. O al menos eso creo.
Igual que Paul, viví la muerte de mi papá. Sólo que mi
caso fue muy distinto. Aunque no fue el mejor papá del mundo, tuve un padre
bueno. Mi padre fue un buen hombre. Mi padre fue un buen hombre con un gran
corazón. Conocí la ternura sentada en sus rodillas y aprendí que el amor de un
varón debe ser generoso, cercano, sutil. Entendí años después que su cercanía y
su presencia me preservaron de abusos, de padecimientos, de experiencias que
todas o casi todas las otras niñas vivieron y que para mí, se transformaron en
una dulce presencia.
Me regaló todas las veces que estuve con él, incluso
de mayor, una gran sonrisa. Las amarguras y sus penas –que no eran pocas- las
ocultó tras una discreción que apenas ahora, a mis casi 30 años, valoro en su
real dimensión”.
Cuatro
En la presentación se comparó a Alfaro con Proust.
Gente que dice que sabe y que lee, dijo que la novela rebasaba por mucho
cualquier expectativa. El tema había sido elegido cuidadosamente, haciendo
incluso casi imposible para el escritor superarse (esto último, para mí está en
tela de juicio), además de que la trama estaba impertérritamente organizada,
colgada de un suspenso exquisito e hilvanada para cautivar al lector.
Jorge F. Hernández, mejor conocido en el mundo
literario como George Clooney región 4, llamó poderosamente mi atención al
afirmar lo que ya suponía: la novela está hecha para leerse en voz alta. Lo que
se traduce también al español como: es novela y además es poesía.
Y yo que pensaba en Telemaquia como la historia de vida de Enrique, contada
fidedignamente. Alfaro Llarena da más de lo que se espera de él, más de lo que
se supone debiera dar e imagino también que más de lo que, de sí mismo
esperaría. Esto último por supuesto, debe ser la mejor parte.
Le pregunté qué se sentía tener una sala pequeña, para
diez y que lleguen 50, quizá más personas. Muy modesto él, no contestó. Pero sí
firmó, generoso, los dos libros que compré para mis más queridas telémacas,
Diana y Sol Anaid. También, atento, hojeó mi libro señalado, subrayado, lleno
de banderitas y marcas que son mías y que soy yo: ‘Eugenia, ¿qué hiciste?’, me
dijo con un rostro asombrado. Y sólo hice lo que debí: leer atentamente,
buscar, volver a leer. No fuera a pasarme desapercibida alguna señal que estoy
buscando.
Yo que no conozco a Enrique, que de él poco o nada sé,
viajé cinco horas de regreso con un dulce, intenso y generoso final de boca de
haber probado su Telemaquia, un
desbordado hallazgo en la búsqueda de mi padre.
Qué chingón texto. Mis respetos
ResponderEliminarUy, viniendo de usted, me siento halagada. Gracias.
EliminarMe encanta leerte hermosa, muy emotivo, muy bien escrito, muy reflexivo. Besos
ResponderEliminarDesde el momento que leí ese pequeño texto, almacenado en la nube, como parte de un ejercicio del procesador de palabras de Google Docs que pedí que me compartieran. Me quedé con ganas de seguir leyendo que desenlace tendría ese texto relato. Sí que sabes plasmar lo que la imaginación hace magia, sueños, ideas y más de lo que gusten, utilizando las letras donde deben de estar y unirse para incitar a seguir leyendo. Neta que me gustó.
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