viernes, 14 de junio de 2013

La búsqueda del padre

Y guardo entre mi ramo de azahar
mil cosas de chiquilla
las horas que pasé junto a ti
sentada en tus rodillas

Uno
En agosto de hace dos años viajé a DF para un encuentro que se volvió súbitamente parte de mi búsqueda. Enrique Alfaro me había obsequiado con su novela Telemaquia, en mayo de ese mismo año. Llegó a mis manos inopinadamente y estuvo un par de semanas en mi pila de libros por leer, para convertirse después en una de esas cosas que refrendan las creencias de los jóvenes en un orden universal.
Aquel día, 10 de agosto, mucho antes de la hora señalada estuve ahí, puntual. Para mi sorpresa, el centro Xavier Villaurrutia reservó un muy pequeño salón, con unas diez, quizá 15 sillas, para la presentación del libro.

         Lectora joven sin mayores pretensiones que el disfrute, asumí que la novela me había rebasado desde la página 15 y me emocioné al grado religioso de saber que Enrique me la había entregado en las manos y esperé todavía unas dos o tres semanas para abrir el tesoro que me esperaba: una ruta para buscar los trazos del mapa que me conduciría a mi padre semi ausente y recientemente muerto. Incrédula, yo.
         Y ahí estaba, con el salón pequeño, casi vacío, sorprendida porque en mi ingenuidad, estimé que todo el centro Villaurrutia debía estar lleno de telémacos amorosos, llenos de ilusiones, de odios, de esperanzas, ansiosos de buscar, de encontrar. Pero no era así.
Después de unos minutos, Telémaco hizo su magia. De la nada y de todas partes, comenzaron a llegar los aventureros. Ulises se hubiera sorprendido de ver la fuerza y el poder de convocatoria de su hijo, quien lleno de valor y satisfacción, colmó también la sala de aquel centro, antes vacía.
Agregaron una hilera de sillas más, dos, tres… cuando miré hacia atrás, no podía contar a los que llegaron. Es verdad que no eran cientos pero entonces tuve la certeza de que habían llegado los que tenían el deber de llegar. Y pensé, para mis ingenuos adentros que no era sólo mi impresión, sino que la búsqueda del padre nos convocaba a todos, de diferentes maneras, con diferentes orígenes y destinos.

Dos
Tengo entendido que la gente no mira arriba cuando sube las escaleras ni cuando camina por las calles ni cuando pasea en los centros históricos. Por eso no me sorprendió encontrarlo antes de tenerlo enfrente. Lo miré al subir con mis ojos curiosos de siempre. Subí las escaleras a la carrera, con mis botas todo terreno y mis jeans ajustados y mi playera de Welcome to Vegas, para encontrarlo perfectamente trajeado, con los cabellos bien peinados, encorbatado y muy serio, a las grandes charlas, frente a su presentador.
         Ya sabía que se trataba de un caballero casi inglés como Paul Stephenson, por eso no me sorprendió que se levantara casi ceremonioso de su asiento y me saludara tan cortésmente. Pero además de eso, fue cálido y cercano e incluso me agradeció haber asistido.
         Sí, claro que quería verle, por supuesto que quería acompañarle, sin duda las presentaciones de libros son de mis eventos sociales favoritos (nunca dicho sin sorna)… pero si a todo ello, agregaba la motivación del momento que atravesaba –o me atravesaba mí– la que debía agradecer era yo. Y le agradecí otra vez.

Tres
Terminé de leer la novela casi al final del mes de junio. Con estas palabras, le contaba a Enrique Alfaro por correo electrónico, mis sentimientos sobre la lectura:
“Cuando llegué a Telemaquia, no sabía a lo que me enfrentaba… Me encontré con Paul con gran asombro, como un hombre en búsqueda del padre ausente y que vive también, de la mano de esa búsqueda, el proceso de separación a que la muerte nos obliga.
Todos los hijos –los de padre ausente, los de padre semi presente y los de padre presente– emprendemos esa búsqueda, de una u otra manera. O al menos eso creo. Yo emprendí esa búsqueda, de mi padre semi presente, a tiempo. O al menos eso creo. Para el día que lo desahuciaron, nosotros habíamos hecho las paces. Y las habíamos hecho mucho tiempo atrás. Por eso fue, también, que pude/puedo mantenerme tan serena ante su partida, a diferencia de otras personas cercanas a él. O al menos eso creo.
Igual que Paul, viví la muerte de mi papá. Sólo que mi caso fue muy distinto. Aunque no fue el mejor papá del mundo, tuve un padre bueno. Mi padre fue un buen hombre. Mi padre fue un buen hombre con un gran corazón. Conocí la ternura sentada en sus rodillas y aprendí que el amor de un varón debe ser generoso, cercano, sutil. Entendí años después que su cercanía y su presencia me preservaron de abusos, de padecimientos, de experiencias que todas o casi todas las otras niñas vivieron y que para mí, se transformaron en una dulce presencia.

Me regaló todas las veces que estuve con él, incluso de mayor, una gran sonrisa. Las amarguras y sus penas –que no eran pocas- las ocultó tras una discreción que apenas ahora, a mis casi 30 años, valoro en su real dimensión”.

Cuatro
En la presentación se comparó a Alfaro con Proust. Gente que dice que sabe y que lee, dijo que la novela rebasaba por mucho cualquier expectativa. El tema había sido elegido cuidadosamente, haciendo incluso casi imposible para el escritor superarse (esto último, para mí está en tela de juicio), además de que la trama estaba impertérritamente organizada, colgada de un suspenso exquisito e hilvanada para cautivar al lector.
Jorge F. Hernández, mejor conocido en el mundo literario como George Clooney región 4, llamó poderosamente mi atención al afirmar lo que ya suponía: la novela está hecha para leerse en voz alta. Lo que se traduce también al español como: es novela y además es poesía.
Y yo que pensaba en Telemaquia como la historia de vida de Enrique, contada fidedignamente. Alfaro Llarena da más de lo que se espera de él, más de lo que se supone debiera dar e imagino también que más de lo que, de sí mismo esperaría. Esto último por supuesto, debe ser la mejor parte.
Le pregunté qué se sentía tener una sala pequeña, para diez y que lleguen 50, quizá más personas. Muy modesto él, no contestó. Pero sí firmó, generoso, los dos libros que compré para mis más queridas telémacas, Diana y Sol Anaid. También, atento, hojeó mi libro señalado, subrayado, lleno de banderitas y marcas que son mías y que soy yo: ‘Eugenia, ¿qué hiciste?’, me dijo con un rostro asombrado. Y sólo hice lo que debí: leer atentamente, buscar, volver a leer. No fuera a pasarme desapercibida alguna señal que estoy buscando.

Yo que no conozco a Enrique, que de él poco o nada sé, viajé cinco horas de regreso con un dulce, intenso y generoso final de boca de haber probado su Telemaquia, un desbordado hallazgo en la búsqueda de mi padre.

4 comentarios:

  1. Me encanta leerte hermosa, muy emotivo, muy bien escrito, muy reflexivo. Besos

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  2. Desde el momento que leí ese pequeño texto, almacenado en la nube, como parte de un ejercicio del procesador de palabras de Google Docs que pedí que me compartieran. Me quedé con ganas de seguir leyendo que desenlace tendría ese texto relato. Sí que sabes plasmar lo que la imaginación hace magia, sueños, ideas y más de lo que gusten, utilizando las letras donde deben de estar y unirse para incitar a seguir leyendo. Neta que me gustó.

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