miércoles, 17 de abril de 2019

Carta a mi esposo

Carta a mi esposo, antes del nacimiento de nuestra hijita Alba.

Esposo amado,
Tengo tantísimas cosas que agradecerte… y me pareció oportuno hacerlo en este momento en que estamos en familia y con amigos cercanos esperando la próxima llegada de nuestra Osita.

En ocasión también del primer aniversario del día en que el destino nos juntó.

Gracias en primer lugar, por tu entusiasmo permanente alrededor de la idea de tener un hijo juntos, de formar una familia. Desde el momento en que decidimos concebir a Alba, pasando por el maravilloso día en que descubrimos que ya estaba en mi pancita, contando todos y cada uno de los momentos de mi embarazo, las visitas al doctor y a los laboratorios, tu alegría y tu amor nos han abrazado y acompañado. Ese ha sido el pilar fundamental sin el cual no hubiéramos salido adelante.

Gracias por confiar en mí y por enseñarme así, a confiar un poco en mí misma. Gracias por acompañarme a descubrir a esta nueva mujer, la gestante, la madre, la capaz de engendrar, de crecer, de dar vida, de parir, de amamantar, de criar. Gracias por descubrir así ante mis ojos al gran padre que nos acompañará y dará fortaleza a través de la maravilla de la crianza.

Gracias por darnos un lugar, nuestro lugar. Por evitar siempre los espacios para la duda, porque nunca he tenido que preguntarme cuál es mi lugar y mucho menos cuál es el de mi hija. Gracias por construir una familia tomados de la mano, con la esperanza y la ilusión de ofrecer lo mejor a nuestra pequeña. Sí me refiero a la comodidad, atención médica, la seguridad que nos permite estar tranquilos, pero no solamente a lo material.

Gracias por ser un buen proveedor. Por ayudarme a entender que el feminismo no está peleado con la necesidad de aprender a recibir, a ser cuidada y cobijada. Gracias por ampararnos sin vulnerar nuestra libertad e independencia.

Gracias por estar siempre de nuestro lado. Por darme votos de confianza en situaciones poco claras, por asumir que tu posición es donde estamos nosotras. Por hacer con tus acciones cotidianas que me sienta respetada, valorada y amada. Por extender todo esto a nuestra hija.

Gracias por no desear una princesa. Por pensar en la crianza de nuestra hija en apego seguro y libertad. Por comprarle ropita verde militar, azul y roja, pero asombrarte a la vez de la belleza del rosa. Gracias por aceptar el reto de educar amorosamente a una niña feminista, libre y poderosa, que pueda trepar árboles lo mismo que vestir tul y charol.

Gracias por dejarme ver tus defectos, por mostrarte humano, vulnerable, imperfecto y aún así, digno del mayor amor que pude experimentar. Este amor que no es de mariposas pero que sí hace brincar el corazón de emoción, este amor que es más bien decisión pero se permite arrebatarse al calor de la novedad, de la ilusión.

Gracias, finalmente, por ser y parecer mi compañero. Por asumir las consecuencias de nuestra decisión de empezar una familia, de casarnos, de caminar la vida juntos. Por comprobar que uno hace más cuando quiere que cuando puede; por querer tanto y tan bonito conmigo y también por tener con qué andar este sendero.

En la cuasi víspera de la llegada de Alba, te reitero mi amor y mi compromiso de hacer (y dejar de hacer) todo cuanto esté a mi alcance para que seamos felices, para que seas el hombre que deseas a ser, para poder ser yo la mujer que quiero ser y, con ello, enseñarle a nuestra pequeña su camino de amor y libertad.

¡Feliz primer no aniversario!

jueves, 24 de noviembre de 2016

#25N #25NVER2016 #EsViolencia

#25N #25NVER2016 #EsViolencia


El 25 de noviembre es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. En ese marco, les comparto estos cinco relatos (muy tristes y breves) sobre mi experiencia personal con la violencia en distintos ámbitos.

El primero fue después de mis treinta. El segundo antes de llegar a ellos. El tercero cuando todavía era estudiante, cerca de los 20 años. El cuarto de nuevo cerca de los treinta. El quinto cuando era una pequeñita de cinco o seis años.

Quise escribirlos en un afán de hacer visible lo que vivimos cotidianamente las mujeres, de explicar un poco el porqué de esta conmemoración y traer a ustedes la reflexión de que, sin importar cómo, cuándo o dónde, nosotras vivimos agredidas, acosadas, violentadas. Nosotras, sus amigas, sus hermanas, sus compañeras, sus colaboradoras, sus madres, sus hijas.

No es normal, no está bien, no debemos aprender a vivir con ello. Basta ya. Reflexionemos en casa, con los amigos, en solitario, en pareja, sobre este grave problema que es tan común y tan frecuente que lo pasamos por alto, que lo asumimos como normal, que contribuimos –con acción o con omisión- a que continúe.

I

En medio de una ruptura amorosa y muchos reclamos, uno en particular se me quedó pegado en la mente. Después de acusarme injustamente de serle infiel, mi ex dijo que “por mi culpa había caído a lo más bajo que había estado”. “Por mi culpa” revisó los perfiles de redes sociales del tercero en cuestión, “por mi culpa” se metió a ver cada una de sus publicaciones y ahí, entre post y post, encontró la pieza que me incriminaba.
Después me dio las pocas cosas que tenía en su casa en una bolsa de basura y me corrió.

II

Caminaba de noche por un espacio institucional. Estaba oscuro y solitario. Me encontré con un funcionario quien muy solícito me preguntó a dónde iba. Amablemente le contesté que me dirigía al centro de la ciudad. Preguntó dónde había dejado mi auto. Le dije que no tenía y que llegaría caminando. Se me acercó y, mientras deslizaba su mano por mi brazo descubierto, preguntó: ¿y cómo le vamos a hacer para que tengas un coche?
Me retiré bruscamente y contesté, airada: trabajando, es la única manera que sé.
Nunca me volvió a saludar. Nunca volví a mirar a donde él está.

III

Estudiaba un semestre en el país del norte, becada por la UV. Mi novio alemán había decidido irse a celebrar el fin de cursos con sus compañeros a un bar. Yo me fui con las chicas. Al regreso, de madrugada, totalmente borracho, me reclamaba –la verdad no recuerdo qué- tambaleándose y sin poder mirarme a los ojos. Yo intentaba desesperadamente entrar al piso donde me alojaba, de acceso exclusivo para mujeres, para ponerme a salvo, y él no me lo permitía. Me gritó, me jaloneó, forcejeamos durante minutos que fueron eternos. Finalmente, me tomó por los hombros y me lanzó contra una puerta de cristal. Reboté en la puerta con la cabeza.
Un compañero pasaba por ahí y lo detuvo para que yo pudiera huir.
No recuerdo haber sentido tanto miedo. Estaba sola y era extranjera; lo único que pensaba era que mi seguridad y mi estancia en el país peligraban. Pero la agresión no termina ahí.
Me resguardé en mi habitación unos momentos. Llamó por teléfono incontables veces y buscaba entrar a toda costa. Otro amigo, desde un edificio cercano, vio mi luz encendida y se preocupó. Acudió a mi rescate, entrando por la escalera de emergencia. Nos fuimos a su cuarto. Pasamos la madrugada en vela escuchando sonar ahora su teléfono hasta que mi “novio” consiguió llegar y tocó a la puerta exigiendo que le abriéramos.  No salimos.
De día tuve que irme de la habitación por una ventana porque el hombre hecho un guiñapo dormía en la puerta de mi amigo, custodiando a la que creía era SU mujer. Mi amigo tuvo que llevarme a una ciudad cercana, donde yo pasaría un par de semanas con una familia americana, cuidando que el individuo no me agrediera de nuevo.

IV

En aquel entonces trabajaba muy cercana un alto funcionario. Hubo una reunión importante y acudimos a un recinto. Mi jefe me pidió que estuviera cerca de él y al entrar me cedió el paso y apartó un lugar para mí junto a él. En la puerta, el anfitrión conversaba con otros compañeros.
Preguntó a uno de ellos, refiriéndose a mí, si la muchacha “prestaba” o andaba con el jefe. Mi compañero mintió: dijo que andaba con él, que ni se me acercara. Después me contó y le reclamé, furiosa, que mintiera, que permitiera algo así, que no lo hubiera mandando al diablo. Me dijo que lo había hecho por mi bien, que era la única manera de que ya nadie me acosara de nuevo.
Y tristemente, así fue.

V

Tendría yo unos 5 o 6 años y estaba en la entrada de la Primaria donde mamá impartía clases. Era cerca de la hora de la salida, pero ya todos los pequeños se habían ido.
Un varón cuyo rostro se quedó pegado en mi memoria, chifló (como nos chiflaba papá para llamarnos a donde estaba) y volteé naturalmente hacia él. Ahí estaba el miserable parado a unos 5 metros de mí, desnudo y cubierto por un saco muy largo, tocándose el pene frente a una nena de tan poca edad.
Me asusté y corrí al salón donde estaban mis padres y mi hermano. Papá me llevó en brazos a su taxi, empezó a manejar y me pidió tratar de reconocer al hombre. No lo encontramos.

Ahora sé que el tipo se masturbaba frente a mí. También sé que por mi educación (desde siempre nos bañamos con papá y mamá y el asunto de la vulva y el pene era algo natural) no fue el pene lo que me impresionó, sino un extraño desnudo cerca de mí. Comprendo que no encontrarlo fue el mejor regalo que pude recibir: jamás me hubiera recuperado de ver a mi padre descompuesto, siendo violento, golpeando a alguien.

domingo, 27 de marzo de 2016

Boy cut

"Una mujer que se corta el cabello está a punto de cambiar su vida", decía Gabrielle Chanel, una inteligente y ambiciosa diseñadora, considerada una de las mujeres más influyentes del siglo pasado.
Coco Chanel tenía razón. El cabello largo fue durante 34 años de mi vida un símbolo que me conectaba con mi interior, con el amor, con mi femineidad, con mi familia, con el Universo. Las dos veces que me lo corté, fue una tontería o una autoflagelación que sufrí desmedidamente.
Hace años decidí cortarme el cabello, precisamente como un símbolo de terminar con cosas que ya no quería en mi vida. La muerte de mi papá en 2011 y la irremediable conexión de mi cabello con él, a quien tanto le gustaba.
Después, en 2013, vino la muerte de quien yo creía mi gran amor y la necesidad de cortar de tajo el dolor, el desencanto, la desazón. En un par de años, lo que quería cortar era mi absoluta incapacidad para asumir que no debía quedarme donde mi presencia no era apreciada; estaba locamente enamorada entonces de un buen hombre que nunca supo cómo quererme, ni cómo quererse a sí mismo y a quien me aferré de todas las formas posibles.
Durante esos años lo decidí, pero no pude. Y entonces entendí que el asunto se trataba de poner las cosas en orden en su fondo, para después poner orden en la forma.
Me corté medio metro de cabello en vísperas de mi cumpleaños 34, con lágrimas en los ojos. Y hace unos días, por una razón estética, terminé con el asunto en un precioso y mal llamado boy cut.
El cambio está hecho, los duelos completados y las cosas en su lugar. Hacía mucho que no me sentía tan libre  y ligera. Y claro, iré por la calle diciendo que lo que me pesaba era el cabello.

martes, 12 de mayo de 2015

HBR - Inteligencia Emocional

Inteligencia emocional
*Muriel Maignan Wilkins

En mis diez años como coach ejecutivo, nunca he visto a alguien levantar la mano y declarar que tiene que trabajar en su inteligencia emocional. Sin embargo, no podría contar el número de veces que he oído gente decir que lo único que su colega tiene que trabajar es en la inteligencia emocional. Ese es el problema: los que más necesitan desarrollarla, son los que menos se dan cuenta. Los datos que muestran que la inteligencia emocional es un diferenciador clave entre “colaboradores estrella” y el resto, son irrefutables. Sin embargo, hay algunos que nunca abrazan dicha habilidad -o quienes esperan hasta que es demasiado tarde.
Tomemos a Pedro (no es su nombre real), un cliente de coaching, quien mostró un enorme potencial y una fuerte capacidad para dar resultados para su empresa. El problema con Pedro era la forma en que conseguía dichos resultados. Cuando se les pidió describirlo, sus colegas decían cosas como: "es un elefante en cristalería", "tiene los codos afilados;" y "deja cadáveres al pasar". Su manera de operar era insostenible. No era capaz de motivar, atraer y retener al buen talento. Sus subordinados señalaron la frecuencia con que Pedro parecía no darse cuenta de que los degradaba. Su jefe comentó la impaciencia de Pedro y su propensión a atacar a sus compañeros. Cuando compartí esta retroalimentación con él, Pedro parecía desconcertado y estaba convencido de que yo había entendido mal. No tenía la conciencia de sí mismo o la empatía, que son características de la inteligencia emocional.

Algunos signos reveladores que usted necesita trabajar en su inteligencia emocional son:
  • A menudo siente que los demás no entienden lo que usted quiere decir y se siente impaciente y frustrado.
  • Se sorprende cuando los demás son demasiado sensibles a sus comentarios o chistes y cree que están exagerando.
  • Cree que caerle bien a los compañeros de trabajo está sobrevalorado.
  • Es muy intenso con sus afirmaciones y las defiende con rigor.
  • Tiene expectativas igualmente altas para usted mismo y para los demás.
  • Los otros siempre tienen la culpa de los errores  en su equipo.
  • Le resulta molesto cuando otros esperan que usted sepa cómo se sienten.

¿Qué hacer si se reconoce a sí mismo en esta lista? Aquí hay cuatro estrategias:

1. Obtener retroalimentación. No se puede trabajar en un problema que no se entiende. Un componente crítico de la inteligencia emocional es la auto-conciencia (la capacidad de reconocer y mantenerse consciente de los comportamientos propios). Ya sea que participe en una evaluación de 360 grados, ​​o simplemente pregunte a algunas personas lo que observan. Este paso es fundamental en el aumento de su sentido de lo que hace o no hace, y no busque excusas para su comportamiento; eso echa a perder el propósito. Más bien, escuche las opiniones, trate de entenderlas, y hágalas suyas. Cuando Pedro se enteró de lo que los demás pensaban de él, rápidamente se puso a la defensiva. Pero cuando aceptó las opiniones, se volvió dueño de la situación y decidió cambiar.

2. Cuidado con la diferencia entre la intención y el impacto. Aquellos con una débil inteligencia emocional a menudo subestiman el impacto negativo de sus palabras y acciones sobre los demás. Ignoran la diferencia entre lo que quieren decir y lo que los demás realmente escuchan. He aquí algunos ejemplos comunes de lo que las personas con baja inteligencia emocional pueden decir y cómo es percibido:

  • Lo que usted dice: "Al final del día, se trata de hacer el trabajo”.
  • Lo que otros oyen: "Lo único que importa es el resultado y si algunos se sienten ofendidos por el camino, no me interesa".
  • Lo que usted dice: "Si yo puedo entenderlo, cualquiera puede”.
  • Lo que otros oyen: "Tú no eres lo suficientemente inteligente como para entenderlo".
  • Lo que usted dice: "No veo cuál es el gran problema”.
  • Lo que otros oír: "No me importa cómo te sientes”.

Independientemente de lo que vaya a decir, piense en cómo sus palabras van a impactar a otros y si eso es lo que desea que sientan. Pedro era famoso por decir cosas que ponían los “pelos de punta”  a los demás, pero comenzó a considerar el impacto de sus palabras. Antes de cada reunión, tomaba unos minutos para preguntarse: ¿Cuál es la impresión que quiero dar?, ¿Cómo quiero que la gente se sienta sobre mí al final?, ¿Cómo tengo que enmarcar mi mensaje para alcanzar ese objetivo?

3. Ponga pausa: Tener una gran inteligencia emocional significa tomar decisiones sobre cómo responder a situaciones, en lugar de tener una reacción instintiva. Por ejemplo, Pedro tendía a interrumpir y derribar ideas de otras personas antes de que pudieran siquiera completar sus pensamientos. Este comportamiento fue una reacción a su miedo a no tener el control de la discusión y perder el tiempo. Así que empezó a tomar pausas antes de reaccionar. Hay dos pausas importantes que se deben considerar:
  • Pausa para escucharse. Cuando Pedro se impacientaba y se sentía frustrado en las discusiones, a menudo apretaba la mandíbula y su pecho se tensaba. Al reconocer estos signos físicos, fue capaz de hacer una pausa y recordarse a sí mismo que temía perder el control. Como resultado, Pedro era más capaz de determinar la forma en que quería responder, en lugar de ceder a su reacción de arremeter.
  • Pausa para escuchar a los demás. Escuchar significa ayudar a los demás a sentir que los ha entendido (incluso si no está de acuerdo con ellos). No es lo mismo que no decir nada. Se trata simplemente de dar a otros la oportunidad de expresar sus ideas antes de saltar.


4. Use los dos zapatos. La gente a menudo sugiere "ponerse en los zapatos del otro" para desarrollar la empatía, un componente clave de la inteligencia emocional; pero tampoco hay que desestimar cómo se siente uno mismo. Para ello, es necesario “usar ambos zapatos” -la comprensión tanto de su agenda como la de los demás y ver cualquier situación desde ambos lados. Pedro cambió su enfoque de "Aquí están mis preocupaciones" a "Estos son mis problemas y escucho sus preocupaciones. Vamos a determinar un camino a seguir que tome en cuenta a todos".

El fortalecimiento de su inteligencia emocional requiere compromiso, disciplina, y una creencia genuina en su valor. Con el tiempo y la práctica sin embargo, usted encontrará que los resultados obtenidos superan con creces el esfuerzo que se tardó en alcanzarla.

*Muriel Maignan Wilkins es co-fundadora y socia gerente de Paravis Partners, una empresa de coaching y desarrollo de liderazgo ejecutivo. Es co-autor, con Amy Jen Su, de Aduéñese del espacio: Descubra su voz para dominar su presencia de liderazgo.



Publicado originalmente Harvard Business Review
Diciembre de 2014
Disponible en: http://bit.ly/1JGaYQu

sábado, 9 de mayo de 2015

Francisco

I

Hace varios días que me escribió, por correo electrónico. En mi bandeja de entrada saltó su nombre y casi instintivamente, abrí su mensaje.
No sabía, y todavía no sé, qué cosa quería decirme. Lo que sí sé es lo que quiero decirle, después de leerlo. La verdad es que no necesito pretexto ni explicación –este es mi blog, pues- pero necesitaba una tarde harto calurosa como ésta, el silencio alrededor que solo se interrumpe por el ventilador y se acompaña por la música tenue de alguna playist que hallé en Spotify...


A mí me llaman optimista patológica, Francisco; de manera que no estoy de acuerdo con aquello que afirmas sobre la madurez. Lo que me enseñaron a mí, mientras me educaban, fue que había que trabajar muy duro para cambiar las cosas que no me gustaban en mi vida. De tal suerte que no suelo conformarme. Tampoco me creo una obstinada sin causa: de alguna manera mi madre –el mérito es todo de ella- me hizo entender también que hay empresas que no valen la pena, o que llegan a un momento en que es mejor apagar e irse.
Estaría de acuerdo con la dicotomía con la que tratas a la felicidad (las cosas que van bien, dices tú) y supongo que sucede así porque las cosas que salen bien normalmente vienen acompañadas de ese velo místico y les atribuimos la causalidad, digo yo que porque nos sentimos pequeños en todo momento. Lo mismo pasa con el otro extremo: pero hay que agregar a un villano para que la cosa adquiera sentido –al menos en nuestras novelas personales- cuando quizá ni entendemos de qué van.
Por mi parte, cuando quiero pensar, prefiero correr. Me pongo los tenis, salgo (si es bajo el sol de la costa, mejor) y reproduzco alguna playlist, hasta que es ese mismo pavimento, o la pista, o la arena, lo que se mueve bajo mis piernas. Es así como mis pensamientos se acomodan a sí mismos en mi cabeza y a veces, sólo a veces, me golpean con una contundencia pasmosa.

No sé, todavía no sé, qué es lo que querías decirme. Fue precisamente eso, el final de tu carta, lo que me llevó a encender otro cigarrillo y preguntármelo de nuevo…

lunes, 13 de abril de 2015

Las casualidades no existen

La noche del 3 de octubre de 2019 soñé que se construía un gran puente y una presa sobre el río Cutzamala. Preocupada, le llamaba a Eduardo Galeano por teléfono para contarle de todos los árboles devastados y los animalitos despojados. Dú, como le decía desde entonces, de cariño, venía a México –como sucede en los sueños, de prisa, sin problemas de agenda o logística- desde Montevideo y cuando llegaba, paseábamos en bicicleta, pedaleando muy rápido, a lo largo del puente que nos afligía; veíamos niños pequeños, en patines, corriendo, en bicicletas, jugando y volando papalotes y sonriendo. Era así como la presencia de Eduardo lo arreglaba todo.
A la mañana siguiente, queriendo recrear el sueño, salí a pasear en patines. A pesar de ser otoño, era una mañana soleada en Xalapa, lo recuerdo muy bien. Anduve hasta quedar exhausta y me tumbé en la hierba a leer el Purgatorio de Tomás Eloy Martínez. Me encontré ahí por primera vez con la canción Muchacha ojos de papel, de Luis Alberto Spinetta. Apresurada, llegué a casa buscando la canción en línea –bendito internet- y la encontré. También, en la búsqueda, saltó Barro tal vez, donde Spinetta canta con Mercedes Sosa. Entonces me enteré que La Negra falleció esa madrugada.
Como respuesta al correo donde le contaba mi sueño y mis descubrimientos hilvanados, Galeano respondió:
"Las casualidades no existen. Encuentros y desencuentros tejen la vida, mintiendo que son casuales. Yo no creo en la fatalidad del destino, pero sí creo que las voces suenan respondiendo llamados, aunque las voces no sepan quién las llama, ni de dónde".
Hoy el mar de fueguitos que es el mundo perdió uno de esos que “arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear”. Uno de esos fuegos que encendió mi vida, mi mente, mi pensamiento, mi sentir. Hoy al mundo le falta un fuego y al cielo le sobra una estrella.
Buen viaje, querido Dú.
En la ceremonia en que Marcelo Ebrard
entrega las llaves de la Ciudad de México
a Eduardo Galeano.

Febrero de 2010.

domingo, 29 de marzo de 2015

Domingo de Ramos

Mi padre fue un hombre que nació, vivió y murió pobre. De los bolsillos. La riqueza de su alma era, al menos a lo que hace a mí, desarmadora. Tengo 33 años, hace cuatro que se fue, y las pequeñas cosas con que llenó mi vida, permanecen. Su voz amorosa, sus llamadas sin sentido, sus consejos para manejar o tratar a los demás, su alegría impermeable, su ternura avasalladora...

Cada Domingo de Ramos, mi padre traía a casa palmitas de las que venden fuera de las iglesias -ignoro si las llevaba bendecir o no- y obsequiaba a mi madre con una. Conforme fui creciendo, me gustaba esperar ese día para ver llegar a papá con palmitas.

Para los católicos -nosotros no lo somos- los ramos "no son un talismán o un simple objeto bendito, sino el signo de la participación gozosa en el rito procesional, expresión de la fe de la Iglesia en Cristo, Mesías y Señor, que va hacia la muerte para la salvación de todos los hombres. Por eso, este domingo tiene un doble carácter, de gloria y de sufrimiento..."


Para mí, los ramos, las palmitas, son precisamente eso, un talismán, un objeto que se acumula en mis recuerdos para traerme cada año la amorosa presencia de mi padre, cuando tanta falta me hace, me sigue haciendo, como hoy.

Cada Domingo de Ramos, ahora yo, voy a traer palmitas para mi casa, las llevo sin bendecir, pero son sagradas.

sábado, 28 de marzo de 2015

Él sabe

Mientras desayunábamos, crucé una pierna sobre otra, un tobillo en la rodilla opuesta.
Él tocó el pedazo de calcetín rosa que salía de mi tenis rojo y, mientras me miraba dulcemente, como sólo él me mira, dijo:
"Oiga, pero esa calceta no combina con sus zapatos rojos. ¿Qué pasó ahí?"
Sonrojada, me apresuré a explicarle que recién había salido de la cama, que las prisas, que las carreras.
Pero de las combinaciones, de la cara de recién salida de la cama, de mis mejillas sonrojadas, de los verbos, de los sentimientos... él sabe.

lunes, 1 de julio de 2013

Las perras son mágicas


Esta fue la frase que, literalmente, terminó con mi angustia de abuela primeriza de cachorros chihuahua. Eduardo Gazol, el veterinario de Neneya, las pronunció ante mi nerviosismo por la cercanía del día del parto. “Las perras son mágicas”, dijo, y me explicó con lujo de detalle cómo estos animalitos se preparan, escogen el mejor momento para parir y lo único que hay que hacer es acompañarlas y ser testigos de la maravilla de la vida. A continuación me dio todos los consejos habidos y por haber y respondió todas mis puntuales y curiosas dudas.
Con sus ojos claros y serenos, me fue quitando de a poco la ansiedad y me ayudó a quedarme tranquila y a transmitirle esa sensación a Neneya. Sus tres cachorros y ella iban a necesitarla.

viernes, 14 de junio de 2013

La búsqueda del padre

Y guardo entre mi ramo de azahar
mil cosas de chiquilla
las horas que pasé junto a ti
sentada en tus rodillas

Uno
En agosto de hace dos años viajé a DF para un encuentro que se volvió súbitamente parte de mi búsqueda. Enrique Alfaro me había obsequiado con su novela Telemaquia, en mayo de ese mismo año. Llegó a mis manos inopinadamente y estuvo un par de semanas en mi pila de libros por leer, para convertirse después en una de esas cosas que refrendan las creencias de los jóvenes en un orden universal.
Aquel día, 10 de agosto, mucho antes de la hora señalada estuve ahí, puntual. Para mi sorpresa, el centro Xavier Villaurrutia reservó un muy pequeño salón, con unas diez, quizá 15 sillas, para la presentación del libro.

         Lectora joven sin mayores pretensiones que el disfrute, asumí que la novela me había rebasado desde la página 15 y me emocioné al grado religioso de saber que Enrique me la había entregado en las manos y esperé todavía unas dos o tres semanas para abrir el tesoro que me esperaba: una ruta para buscar los trazos del mapa que me conduciría a mi padre semi ausente y recientemente muerto. Incrédula, yo.
         Y ahí estaba, con el salón pequeño, casi vacío, sorprendida porque en mi ingenuidad, estimé que todo el centro Villaurrutia debía estar lleno de telémacos amorosos, llenos de ilusiones, de odios, de esperanzas, ansiosos de buscar, de encontrar. Pero no era así.
Después de unos minutos, Telémaco hizo su magia. De la nada y de todas partes, comenzaron a llegar los aventureros. Ulises se hubiera sorprendido de ver la fuerza y el poder de convocatoria de su hijo, quien lleno de valor y satisfacción, colmó también la sala de aquel centro, antes vacía.
Agregaron una hilera de sillas más, dos, tres… cuando miré hacia atrás, no podía contar a los que llegaron. Es verdad que no eran cientos pero entonces tuve la certeza de que habían llegado los que tenían el deber de llegar. Y pensé, para mis ingenuos adentros que no era sólo mi impresión, sino que la búsqueda del padre nos convocaba a todos, de diferentes maneras, con diferentes orígenes y destinos.

Dos
Tengo entendido que la gente no mira arriba cuando sube las escaleras ni cuando camina por las calles ni cuando pasea en los centros históricos. Por eso no me sorprendió encontrarlo antes de tenerlo enfrente. Lo miré al subir con mis ojos curiosos de siempre. Subí las escaleras a la carrera, con mis botas todo terreno y mis jeans ajustados y mi playera de Welcome to Vegas, para encontrarlo perfectamente trajeado, con los cabellos bien peinados, encorbatado y muy serio, a las grandes charlas, frente a su presentador.
         Ya sabía que se trataba de un caballero casi inglés como Paul Stephenson, por eso no me sorprendió que se levantara casi ceremonioso de su asiento y me saludara tan cortésmente. Pero además de eso, fue cálido y cercano e incluso me agradeció haber asistido.
         Sí, claro que quería verle, por supuesto que quería acompañarle, sin duda las presentaciones de libros son de mis eventos sociales favoritos (nunca dicho sin sorna)… pero si a todo ello, agregaba la motivación del momento que atravesaba –o me atravesaba mí– la que debía agradecer era yo. Y le agradecí otra vez.

Tres
Terminé de leer la novela casi al final del mes de junio. Con estas palabras, le contaba a Enrique Alfaro por correo electrónico, mis sentimientos sobre la lectura:
“Cuando llegué a Telemaquia, no sabía a lo que me enfrentaba… Me encontré con Paul con gran asombro, como un hombre en búsqueda del padre ausente y que vive también, de la mano de esa búsqueda, el proceso de separación a que la muerte nos obliga.
Todos los hijos –los de padre ausente, los de padre semi presente y los de padre presente– emprendemos esa búsqueda, de una u otra manera. O al menos eso creo. Yo emprendí esa búsqueda, de mi padre semi presente, a tiempo. O al menos eso creo. Para el día que lo desahuciaron, nosotros habíamos hecho las paces. Y las habíamos hecho mucho tiempo atrás. Por eso fue, también, que pude/puedo mantenerme tan serena ante su partida, a diferencia de otras personas cercanas a él. O al menos eso creo.
Igual que Paul, viví la muerte de mi papá. Sólo que mi caso fue muy distinto. Aunque no fue el mejor papá del mundo, tuve un padre bueno. Mi padre fue un buen hombre. Mi padre fue un buen hombre con un gran corazón. Conocí la ternura sentada en sus rodillas y aprendí que el amor de un varón debe ser generoso, cercano, sutil. Entendí años después que su cercanía y su presencia me preservaron de abusos, de padecimientos, de experiencias que todas o casi todas las otras niñas vivieron y que para mí, se transformaron en una dulce presencia.

Me regaló todas las veces que estuve con él, incluso de mayor, una gran sonrisa. Las amarguras y sus penas –que no eran pocas- las ocultó tras una discreción que apenas ahora, a mis casi 30 años, valoro en su real dimensión”.

Cuatro
En la presentación se comparó a Alfaro con Proust. Gente que dice que sabe y que lee, dijo que la novela rebasaba por mucho cualquier expectativa. El tema había sido elegido cuidadosamente, haciendo incluso casi imposible para el escritor superarse (esto último, para mí está en tela de juicio), además de que la trama estaba impertérritamente organizada, colgada de un suspenso exquisito e hilvanada para cautivar al lector.
Jorge F. Hernández, mejor conocido en el mundo literario como George Clooney región 4, llamó poderosamente mi atención al afirmar lo que ya suponía: la novela está hecha para leerse en voz alta. Lo que se traduce también al español como: es novela y además es poesía.
Y yo que pensaba en Telemaquia como la historia de vida de Enrique, contada fidedignamente. Alfaro Llarena da más de lo que se espera de él, más de lo que se supone debiera dar e imagino también que más de lo que, de sí mismo esperaría. Esto último por supuesto, debe ser la mejor parte.
Le pregunté qué se sentía tener una sala pequeña, para diez y que lleguen 50, quizá más personas. Muy modesto él, no contestó. Pero sí firmó, generoso, los dos libros que compré para mis más queridas telémacas, Diana y Sol Anaid. También, atento, hojeó mi libro señalado, subrayado, lleno de banderitas y marcas que son mías y que soy yo: ‘Eugenia, ¿qué hiciste?’, me dijo con un rostro asombrado. Y sólo hice lo que debí: leer atentamente, buscar, volver a leer. No fuera a pasarme desapercibida alguna señal que estoy buscando.

Yo que no conozco a Enrique, que de él poco o nada sé, viajé cinco horas de regreso con un dulce, intenso y generoso final de boca de haber probado su Telemaquia, un desbordado hallazgo en la búsqueda de mi padre.