sábado, 14 de mayo de 2011

Lo que sé hacer mejor

Hace un mes volví a Xalapa. Xalapa, Xalapita, las Xalapas, el pueblo… esta dulce tierra en la que no nací, por equivocación, la que abandoné, por equivocación también… y a la que regresé, por tanta buena suerte que tengo.
Y después de un mes más o menos, que cobré mi primer sueldo en mi nuevo trabajo, a medio día, me propuse llamarle a mi padre. Se pondría tan feliz de saber que, finalmente, llegué al trabajo soñado, a la oficina anhelada, a la institución tan largamente amada, para colaborar –un poquito aunque sea, le dije un día- con el bienestar de los muchos.
            Se pondría tan feliz mi padre de saber que a la nena se le cumplió uno de sus sueños. Uno de los mejores. Y que abandonó la selva de asfalto a la que –por necia- se fue a meter, a probar suerte y para probarse ella. Y que todos los amores y los afectos la recibieron bien, con buenas caras, con mejores gestos de cariño.
            Y mucho más: se pondría loquito de gusto el viejo de saber que estaría más cerca de él, más al pendiente, para cuidarlo, para apapacharlo, para andar nuestra larga, fuerte e incomprendida por los demás, aventura; esta relación que para todos es de padre e hija, nada más.
            Sólo que cuando tomé el teléfono, el llanto me golpeó. Mi viejo murió, carajo, recordé de pronto. Y miré la pantalla con ese doloroso y muy querido número que todavía, despuecito de un mes, no me he atrevido a borrar del móvil.
            ‘Mi papi sabe’, pensé en voz alta en medio del ruidero de la ciudad, y  me eché adelante. Es lo que sé hacer mejor.