viernes, 7 de junio de 2013

Un navío un amor

Quetzalli y Enrique festejaron su boda en Veracruz, a orillas del río Jamapa. A Quetza (como la llamamos los amigos) la conozco desde hace unos diez años, quizá más. Una de las cosas más bellas en ella es su generosidad, pero indudablemente la razón primera para envidiarla es su naturalidad. Ya sea que haga relaciones públicas o que exponga en una clase o que vaya en flats atravesando la Nápoles, es la misma: parece que nació para hacer lo que hace.

El día de su boda no fue, por supuesto, la excepción. He visto novias hermosas y ella; iglesias desbordantes de flores y la de Santa Ana cuando ella entró; vestidos lindos y su preciosos vestido que cobijaba delicadamente su unión libre; fiestas amorosas y esa celebración a orillas del río Jamapa que se antojaba sacado del mejor cuento de princesas de esos que escuché de niña.

Pero Quetza no es una princesa, no no. Es una mujer en la más amplia expresión de la palabra. Independiente económica y emocionalmente, se abrió paso en la capirucha en la difícil industria de las relaciones públicas (otra vez, como si hubiera nacido para ella). Quetza es autora de una de mis frases favoritas: como entrevistadora, puedo ser un buldog amarrado.

Entre aplausos y gritos de felicidad compartida, aquel día primero del mes de junio, Quetza entró a la iglesia de Santa Ana, deteniendo el instante en que el universo aguardaba por ella. No había excesos en su arreglo y sin embargo parecía haberse preparado toda la vida para llegar ahí, preciosa, feliz, sonriente, enamorada. El festejo continuó a lo largo de aquella tarde, en la misa y después en el jardín de fiestas Shangri-La (que hace honor al paraíso de felicidad interminable descrito por James Hilton en Horizontes perdidos), con los invitados zapateando al son de Tlen-Huicani, con esa hermosa mujer mirando a los ojos a su amado, robando palabras a Adele para decirle que desde ahora es su one and only, con las mujeres solteras corriendo, tomadas de la mano, a su alrededor con la esperanza de adueñarnos del codiciado ramo.

Mientras atestiguaba todo aquello, mientras miraba a las mujeres andar en zapatos bajos, los vestidos llevados por la brisa suave, mientras sentía los últimos rayos del sol, los de la puesta, mientras veía a Quetzalli reír feliz entre aquel paraíso que sin duda estaba a la altura de sus sueños, pensaba en el poema de mi querido José Luis Rivas, Un navío, un amor:

I
Las muchachas sandalias en la mano
de puntillas por entre resbaladizos
peñascos de escollera los pies
tantean en principio
antes del salto irreprimible
             de roca en roca
los vestidos al vuelo
con ráfagas que esparcen un aroma de espliegos
las prendas interiores pegadas a los cuerpos
transpirando salobres
las piernas por delante
asomando la espuma de la rizada blonda
los pechos estallantes
despareja marea de grupas y caderas
el roción de las olas arrojando
su atarraya irisada
por donde todos descendíamos en escala
risas de fulgurantes dentaduras
el sol picando el dilatado bochorno
y el aullante pinar de la avenida costera
ante la Isla de Lobos

II
La cabaña de otates
entre los médanos
y la muchacha
que aporta en la ribera
con su proa de encaje
y la gaviota tijereteando
las espiras de su propio descenso
hasta rasar la arena
las palmeras rizándose de brisa
como los zumbadores
de un papalote
que cosquillea las nubes
cierta tarde sumida al fondo del ancón

los horizontes
que tiran de su pecho
bajo el escote
el deseo
sus íntimas marismas
la pardela que en remolino parte
un navío un amor

y la ráfaga
que ondula las pestañas
como el correo de papel de china
que asciende poco a poco por el hilo
de vibrante pandorga
multicolor fondo escotado de las islas
seda licra jersey
en hiladillo sobre la piel
que aspira a bocanadas
inmensidad y regreso ~


A todos nos llega el día de conocer la envidia, de mirarla a los ojos, de sentir ese suave arrullo de ver pasar el objeto de tal sentimiento y casi, casi, acariciarle. No sueño con una boda como la de Quetza; nunca lo hice. Y sin embargo, ese día sentí la llamada envidia de la buena, pues reconozco en este acto de amor un momento maravilloso e irrepetible que conmina, que invita, que convida. ¿Y qué es el amor sino un contagio, un impulso, un sueño compartido, un manto bellísimo que cobija a propios y extraños?


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