Quetzalli y Enrique festejaron su boda en Veracruz, a orillas del río
Jamapa. A Quetza (como la llamamos los amigos) la conozco desde hace unos diez
años, quizá más. Una de las cosas más bellas en ella es su generosidad, pero
indudablemente la razón primera para envidiarla es su naturalidad. Ya sea que
haga relaciones públicas o que exponga en una clase o que vaya en flats
atravesando la Nápoles, es la misma: parece que nació para hacer lo que hace.
El día de su boda no fue, por supuesto, la
excepción. He visto novias hermosas y ella; iglesias desbordantes de flores y
la de Santa Ana cuando ella entró; vestidos lindos y su preciosos vestido que
cobijaba delicadamente su unión libre; fiestas amorosas y esa celebración a
orillas del río Jamapa que se antojaba sacado del mejor cuento de princesas de
esos que escuché de niña.
Pero Quetza no es una princesa, no no. Es
una mujer en la más amplia expresión de la palabra. Independiente económica y
emocionalmente, se abrió paso en la capirucha en la difícil industria de las
relaciones públicas (otra vez, como si hubiera nacido para ella). Quetza es
autora de una de mis frases favoritas: como entrevistadora, puedo ser un buldog
amarrado.
Entre aplausos y gritos de felicidad
compartida, aquel día primero del mes de junio, Quetza entró a la iglesia de
Santa Ana, deteniendo el instante en que el universo aguardaba por ella. No
había excesos en su arreglo y sin embargo parecía haberse preparado toda la
vida para llegar ahí, preciosa, feliz, sonriente, enamorada. El festejo
continuó a lo largo de aquella tarde, en la misa y después en el jardín de
fiestas Shangri-La (que hace honor al paraíso de felicidad interminable
descrito por James Hilton en Horizontes perdidos), con los invitados zapateando
al son de Tlen-Huicani, con esa hermosa mujer mirando a los ojos a su amado, robando
palabras a Adele para decirle que desde ahora es su one and only, con las mujeres solteras corriendo, tomadas de la
mano, a su alrededor con la esperanza de adueñarnos del codiciado ramo.
Mientras atestiguaba todo aquello, mientras miraba a las
mujeres andar en zapatos bajos, los vestidos llevados por la brisa suave,
mientras sentía los últimos rayos del sol, los de la puesta, mientras veía a
Quetzalli reír feliz entre aquel paraíso que sin duda estaba a la altura de sus
sueños, pensaba en el poema de mi querido José Luis Rivas, Un navío, un amor:
I
Las muchachas sandalias en la mano
de puntillas por entre resbaladizos
peñascos de escollera los pies
tantean en principio
antes del salto irreprimible
de
roca en roca
los vestidos al vuelo
con ráfagas que esparcen un aroma de espliegos
las prendas interiores pegadas a los cuerpos
transpirando salobres
las piernas por delante
asomando la espuma de la rizada blonda
los pechos estallantes
despareja marea de grupas y caderas
el roción de las olas arrojando
su atarraya irisada
por donde todos descendíamos en escala
risas de fulgurantes dentaduras
el sol picando el dilatado bochorno
y el aullante pinar de la avenida costera
ante la Isla de Lobos
II
La cabaña de otates
entre los médanos
y la muchacha
que aporta en la ribera
con su proa de encaje
y la gaviota tijereteando
las espiras de su propio descenso
hasta rasar la arena
las palmeras rizándose de brisa
como los zumbadores
de un papalote
que cosquillea las nubes
cierta tarde sumida al fondo del ancón
los horizontes
que tiran de su pecho
bajo el escote
el deseo
sus íntimas marismas
la pardela que en remolino parte
un navío un amor
y la ráfaga
que ondula las pestañas
como el correo de papel de china
que asciende poco a poco por el hilo
de vibrante pandorga
multicolor fondo escotado de las islas
seda licra jersey
en hiladillo sobre la piel
que aspira a bocanadas
inmensidad y regreso ~
A todos nos llega el día de conocer la envidia, de
mirarla a los ojos, de sentir ese suave arrullo de ver pasar el objeto de tal
sentimiento y casi, casi, acariciarle. No sueño con una boda como la de Quetza;
nunca lo hice. Y sin embargo, ese día sentí la llamada envidia de la buena,
pues reconozco en este acto de amor un momento maravilloso e irrepetible que
conmina, que invita, que convida. ¿Y qué es el amor sino un contagio, un
impulso, un sueño compartido, un manto bellísimo que cobija a propios y
extraños?
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